Un viernes de mayo, entre el frío incipiente y los vestigios de calor propios del otoño, pasé toda la mañana anhelando algo que incendiara mi corazón.
(Imagen: Imagen de wayhomestudio en Freepik )
Sin pensarlo más, decidí emprender rumbo a la costa, hacia la playa de Llico ubicada en Vichuquén, sintiendo que una sopita de mar sería el remedio perfecto para lo que mi cuerpo reclamaba. Grata fue mi sorpresa al llegar a un pequeño y acogedor restaurante que a las cinco de la tarde se encontraba completamente vacío, lo que no es raro de encontrar en una localidad de la cual uno se entera casi exclusivamente por veraneantes.
Me senté tranquilamente, observando con detención los botes pesqueros embarcados en la orilla. Con la frescura del mar y PNL en el aire, todo me parecía digno de contemplar con detalle y sutileza. Fue en ese momento que un joven con una tímida y dulce sonrisa se acercó a mi mesa para atenderme. Y así, entre pedidos y entremeses, surgió espontáneamente una conversación con el joven mesero, llamado Bryan.
Y es que ambos, a pesar de ser desconocidos, nos sentimos conectados con la belleza y e intensa mística del territorio. “Que loco debe ser vivir acá sola”, me expresó. “Yo no podría hacerlo, soy una persona muy miedosa”. Con esa pequeña frase se despertó en mi súbitamente el entendimiento de que había una profunda creencia arraigada en la vida de Bryan. “¿Por qué dices que eres miedoso? ¿En qué lo reconoces?”, quise indagar curiosamente. Sin darnos cuenta, en un pequeño ápice de confianza, Bryan terminó sentado junto a mí, hablándome de aquellas cosas a las que temía. Pese a que el listado era considerablemente largo, también era bastante etéreo. Sin embargo, escucharlo fue preciso, pues en cada palabra pude ir rastreando su mapa y la manera que tenía de percibir el mundo. Palabras como sensible, peso y firme, acompañadas de miradas buscando el suelo, me permitieron comprender rápidamente que el joven compañero de tan solo 19 años era un ser que procesaba sus experiencias íntimamente ligado al sentir.
Me vi sumida en el afán de querer ayudarlo, sabiendo que debía hacerlo con mucho cuidado y prudencia. A fin de cuentas, yo solo era una comensal más que por esas causalidades de la vida y el sueño de ayudar a otros, había entrado a estudiar recientemente PNL. Pero mis ganas de vivirlo fueron más grandes que mis dudas de intentarlo.
Le propuse hacer un pequeño ejercicio para trabajar en los miedos que me contaba. Al principio, me miró un tanto suspicaz y extrañado. “Eres psicóloga?”, me preguntó riéndose. Le confesé que solamente era una ferviente admiradora de la complejidad del mundo y los seres humanos. No si fue aquella respuesta o el inesperado espacio de íntima conversación que se generó entre nosotros lo que lo motivó a aceptar mi propuesta.
Luego de corroborar que no hubiese nuevos visitantes en el restaurante, Bryan se sentó frente a mi con sus ojos cerrados, y sus piernas y brazos cruzados. Lo invité a respirar, a conectarse con la sensación del mar, sus sonidos y olores. Poco a poco su cuerpo fue dando signos de relajo y entrega al ejercicio. Dado que ya habíamos navegado en aquellos elementos que despertaban el miedo, le pregunté si había algún momento en su vida en el que hubiese experimentado lo contrario a aquel sentimiento, un recurso que él reconocía como valentía. Con un leve suspiro como testigo, rápidamente se manifestó en Bryan el recuerdo de sus aventuras haciendo descenso en bicicleta. Uno de sus más grandes hobbies que, según relataba, era la única actividad que le permitía estar plenamente presente. Fuimos adentrándonos poco a poco en su última travesía cerro abajo, que había ocurrido pocos días antes a nuestro actual encuentro. Fue increíble presenciar cómo el conectarse con aquella vivencia despertaba automáticamente en él un nuevo ser. Con un tono de voz que denotaban absoluta confianza en sí mismo y un relato en éxtasis por la adrenalina que rememoraba corría por sus venas.
La imagen del descenso y los sonidos de las ruedas de su bicicleta a toda velocidad fueron dos posibles anclas que surgieron naturalmente de aquella escena. Sin embargo, hubo una en particular que calaría mucho más profundo en él y, que se expresó casi como arte de magia en su cuerpo. “Siento mi corazón latiendo muy fuerte, me siento vivo. Estoy presente”, relató al segundo que tocaba su pecho con su mano derecha. Allí fue cuando dije hacia mis adentros, “eureka, tenemos nuestro anclaje”. Me tomé un tiempo para asegurarme que Bryan se vinculara intensamente con el tesoro que habíamos encontrado. Esos instantes fueron simplemente preciosos, pues la conexión con aquel sentimiento que lo hacía vibrar casi podía palparse con los dedos.
Una vez realizado el ejercicio, procedí al quiebre de estado. Le pedí que se levantara y sacudiera el cuerpo. Al preguntarle cómo se sentía, me dijo que parecía haber estado en un trance. Le dije que era momento de terminar el espacio. Mientras le pedía que se conectara con uno de sus miedos, específicamente el de hablar frente a un gran público, cerró sus ojos nuevamente. Su cuerpo un tanto encogido iba relatando por si mismo la incomodidad que le provocaba aquella vivencia. Eso, hasta que el recurso de valentía hizo su puesta en escena. “Toca tu corazón, escucha sus latidos”, sostuve casi en un susurro. Lo que procedió fue una imagen que quedaría grabada en mí. Seguido de un silencio, una pequeña lágrima se asomó en su mejilla. Y por sí solo, Bryan expresó “estoy presente, conmigo, presente”. Inhaló profundamente y soltó una carcajada. Yo, tan perpleja como entusiasmada, le pregunté a qué venía eso. Manifestó que lo que antes parecía digno de temor ahora le causaba risa. Aquellas personas que en algún momento veía como gigantes ahora se sentían cual granos de arena a la orilla del mar.
Nuestro encuentro concluyó con un largo abrazo que terminó casi pisándole los pies al atardecer. Su ultima intervención fue una pregunta sobre cómo seguir trabajando sus miedos. A lo que respondí, “la constancia es la madre de todas las ciencias. Practica tu ancla y me contarás después que pasa con ellos”. Se remitió a sonreírme y darme las gracias. Más, su mirada sostenía un agradecimiento que las palabras no alcanzaban a contener. Antes de retirarme, con un corazón cálido y satisfecho, miré una vez más el paisaje que nos acompañó durante todo el viaje. “Anclas frente al mar, es casi como un poema”, reflexioné sellando ese momento dentro de mí.
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