El verano de 2005 –entre muchas otras cosas- fui “hipnotizado” en varios países.
En Benín y Togo, África Occidental, donde trabajé como voluntario por dos meses, me sentí súper valorado, importante, especial: Uno de los pocos blancos que camina por las calles, recibiendo los saludos y las sonrisas de los niños; el primer trainer en PNL chileno que realiza un Practitioner, considerado sabio y maestro por los participantes, en su mayoría, considerados sabios y maestros por mí... es decir, a todas luces, una celebridad.
Mi sensación de ser yo, era muy agradable, la autoestima por los cielos...
Luego vino Egipto, aprovechando la cercanía, me fui a bucear en el Mar Rojo, uno de los destinos que todo buceador sueña. Los egipcios son simpatiquísimos, alegres, acogedores y re buenos para venderte cualquier cosa con una amabilidad única. Allá también era el rey: turista del buceo en un lugar donde van 2 millones de buzos al año, turista con dólares para gastar en restorán, souvenirs, hotel...es decir, un permanente potencial consumidor.
Qué agrado llegar a donde fuere y tener el poder de elegir este hotel si, esta polera no, este tour si, este taxi no... y cada egipcio tratando de ser “el elegido” por mí.
Por último, una paradita en Barcelona y aprovechar la escala y visitar a una amiga. 10 días caminando por las calles, ya sin plata y sin glamour: un ser anónimo en las manadas de turistas, un latino más en el metro, un moreno bajito entre estupendas y altas europeas, algunas miradas de desconfianza en el Mall, ningún niño o vendedor haciéndome show...
De repente me sentí solo, medio desanimado, con una extraña sensación de desvaloración e inexistencia...
Recuerdo que sobre una larga una escalera mecánica, me llegó la iluminación. “Caí en el trance, una vez más”, pensé. Me había dejado encantar por las voces del reconocimiento y confundir por miradas de extraños o por mis propios diálogos internos con juicios descalificadores acerca de mi apariencia y procedencia.
En esos momentos, había estado confundiendo mi identidad, o más bien, la sensación de ser quien soy, con la imagen que deseaba proyectar o con la percibía que los demás tenían de mí. Sus halagos, atenciones o indiferencias eran como las olas del mar y mi sensación de identidad, como un pedazo de plumavit, subiendo y bajando según el estado emocional del océano de personas a mi alrededor.
¿Cómo lograr mantenernos centrados en nuestra identidad profunda? ¿Cómo caminar por los éxitos y fracasos manteniendo un sano equilibrio en esta sensación de ser quien soy? ¿Cómo ajustar la propia autoestima a índices más internos que externos? Y a la vez, ¿Cómo no transformarnos en un “self made” desconectado de los otros? ¿Cómo darle la cabida justa a las naturales necesidades de aceptación, reconocimiento y realización sin andarle moviendo la cola al mundo para ser amado?
Así como la imagen de esa plumavit dependiente del vaivén de las olas representa mi descentramiento, me gusta verme como una planta de cochayuyo. Si nunca has visto una viva, te cuento que si bien las corrientes y las olas llevan sus largos brazos de un lado a otro, su centro está férreamente adherido a las rocas, inamovible. Es un alga que recibe el movimiento de la vida, fluye en él y a la vez, se mantiene sólida, enraizada en su centro.
Y tú ¿Plumavit o cochayuyo?
Uff, pense que era la única en el mundo que tenía estas dudas existenciales. Leerte fue como escucharme a mi misma. Un saludo marcelo, te escucho siempre junto a tu partner en Spotify, además de seguir la Escuela ya por 3 años 💌
Enriquecedora reflexion , gracias Marcelo
Un abrazo
Anne